Mira cómo se me pone la piel
cuando te recuerdo,
por la garganta me sube
un río de sangre fresco
de la herida que atraviesa
de parte a parte mi cuerpo,
tengo clavos en las manos
y cuchillos en los dedos,
y en la sien una corona
hecha de alfileres negros.
Mira cómo se me pone la piel
cada vez que me acuerdo
que soy un hombre casado...
y sin embargo te quiero.
Entre tu casa y me casa
hay un muro de silencio,
de ortigas y de chumbreras,
de cal, de arena y de viento,
de madreselvas oscuras
y de vidrios en acecho...
un muro para que nunca
lo pueda saltar el pueblo
que está rondando la llave
que guarda nuestro secreto,
si yo sé bien que me quieres
y tú sabes que te quiero,
y lo sabemos los dos
y nadie puede saberlo.
Salgo de mi casa al campo
solo con tu pensamiento,
por acariciar a solas
la tela de aquel paáuelo
que se te cayó un domingo
cuando venías del pueblo
y que no te he dicho nunca
mi vida, que yo lo tengo,
y lo estrujo entre mis manos,
lo mismo que a un limón nuevo,
y miro tus iniciales
y las repito en silencio
para que ni el campo sepa
lo que yo te estoy queriendo...
Ayer en la plaza nueva,
vida, no vuelvas a hacerlo,
te vi besar a mi niáo,
a mi niáo el más pequeáo.
Y cómo lo besarías,
ay Virgen de los Remedios,
que fue la primera vez
que a mí me diste un beso.
Llegué corriendo a mi casa,
alcé a mi niáo del suelo
y sin que nadie me viera,
como un ladrón en acecho,
en su cara de amapola
mordió mi boca tu beso.
¡Ay, qué alegría y qué pena
quererte como te quiero!
Mira, pase lo que pase,
aunque se hunda el firmamento,
aunque tu nombre y el mío
los pisoteen por el suelo,
aunque la tierra se abra
y aún cuando lo sepa el pueblo
y eleven nuestras banderas
de amor a los cuatro vientos,
sigue queriéndome así
tormento de mis tormentos.
Ay, qué alegría y qué pena...
quererte como te quiero.